La cruda realidad

Crecemos con la imagen de que los juguetes navideños son creados con árboles mágicos por los elfos de Santa Claus y almacenados con amor y esmero en bucólicas estancias en las que las columnas son bastones de caramelo y los tejados son regaliz. Más o menos. Pero, sorpresa, una vez más la realidad es mucho más polvorienta y grasienta que nuestros oníricos sueños.

Hoy hablo desde el interior del tema que trato. Desde la guinda del pastel. Desde el relleno del Bollycao. O algo. Y es que llevo unos días trabajando para una importante empresa de juguetes que está inmersa en los preparativos juguetiles navideños y puedo asegurar que no tienen empleados a diminutos elfos, me tienen empleado a mí. Un infraser que opina que la vida humana es prescindible.

El almacén donde aguardan los juguetes no está en el Polo Norte, entre abetos y pingüinos y purpurina. No. El almacén de los juguetes se encuentra en un sórdido complejo industrial en el que abundan los rastrojos, las prostitutas y el barro. Y todo ello en medio de yermas extensiones de desierto. Allí se hacinan peluches, muñecas, puzles, cochecitos, trenes de madera, pelotas, mecanos, legos, avioncitos, polvo, coches de radio control, disfraces, armas de juguete, motos de plástico, más polvo, pelucas, casitas de madera... Allí entre rudos hombres, parajes yermos, barro y manteca, aguardan los regalos con los que nuestros inocentes infantes jugarán en su niñez.

Santa Claus no reparte los juguetes. Lo hace un señor de Cuenca en una furgoneta de hace 25 años, podrida hasta los ejes y con los neumáticos medio deshechos. Rudolf y sus amigos renos no la arrastran, lo hace una mecánica obsoleta responsable de que los primos de los renos se extingan. Los regalos no se guardan en sacos rojos con lacitos verdes, se apilan en palés de madera hechos con árboles en los que vivían pájaros ya muertos. No hay ni rastro de magia. Todo es menos idílico en el mundo real. FIN.